Hervido para endurecer

Nefelibata

Recuerdo haber visto la convocatoria en el mural de la biblioteca el día antes de que está cerrara. A lo largo del día, después de recorrer por el pueblo recolectando entre la basura de los vecindarios, había decidido pasarme por la biblioteca. Pensaba que posterior al diluvio vendrían cosas mejores. Luego de tanto tiempo sin salir, el sol regresaba con la misma intensidad, hormigueando mi piel, dejando un rastro que me envolvía en un abrazo húmedo. Sin embargo, aquella vez no había conseguido ni la mitad que normalmente lograba, el agua se aglomeraba en las calles, mi triciclo arrastraba basura, estiércol y mis ilusiones, esperando no toparme con un bache con el miedo de quizás estas últimas fuera tragadas hasta el fondo de la tierra.

La biblioteca, con sus tatuajes de humedad y libros fosilizados, aún parecía funcional y sostenible. Muchas veces después de salir de la escuela, cuando dejaba los fanzines en la recepción, un grupo de personas se reunía para hablar sobre sus proezas literarias de cajón, las cuales se limitaban a una pésima imitación de Petrarca. Nunca había tenido el interés de participar, lo que aprendí se basaba en un complejo estudio de observación entre los libros de mi abuelo, los cuales, aún guardaba con cierta reticencia, como si en algún momento fueran a traer la desgracia a la familia no obstante nunca los tiraba incluso cuando estos nomás servían para alimentar a los ratones y en los relatos que solía contarnos cada vez que nos sentábamos en la banqueta para al menos lograr alegrarnos. Sabia como destruir y reconstruir una historia, en ese exacto orden. Lo había heredado del abuelo quien, en contadas ocasiones, cuando el entramado de su voz había tejido la diégesis de su memoria, destruía mediante tajos oraciones, personajes, actos para luego reedificar en los cimientos de su voz que tanta fortaleza nos daba. “La escritura y los libros están sobrevalorados” decía cada vez que lo incitaba a escribir. Lo había heredado también de mi padre que, al igual que al abuelo, le gustaba destruir y construir nuestra historia, la historia de nuestra familia a partir de cimientos de arena en la recepción de algún hotel de Cancún. “No podre ir a visitarlos en las vacaciones, dile a tu madre que ya le envíe el dinero” “No tengo tiempo para tus chingaderas” “Acaso no recuerdas cuando de chico querías ser como yo, ¿no lo recuerdas?”    

Aquella mañana había decidido pasar a recoger los fanzines de la última vez. Normalmente solo me alcanzaba para hacer un total de diez juegos de copias, en ocasiones hasta doce sin embargo pocas veces lograba que más de dos copias se fueran. No fue hasta que al entrar, a lado de la puerta principal, con tipografía Times New Roman en un fondo rojo arrugado sobresaliendo entre el bosque de hojas de publicidad, la convocatoria resaltaba buscando dar a conocer futuras promesas de la literatura del estado, teniendo como fecha límite tres semanas en adelante y un premio de $20,000 pesos. Con el triciclo aparcado en la esquina presentía una señal, lo presentía tras pasar por la recepción y no encontrar ningún fanzine, lo presentía en el ruido del silencio de las calles que iba descubriendo y me contaba lo que faltaba, lo que hacía falta por contar; lo presentía en la esperanza que comenzaba a formarse en el rincón más oscuro de mi ego.

Para regresar a mi casa debía de tomar el camino de los Flamboyanes, aquel que pasaba por mi secundaria donde meses atrás había iniciado el fanzine, donde mi carrera de pícaro tomaba flote escapándome de la escuela para ir a la casa de Luis a jugar FIFA y donde di mi primer beso en el juego de la botella. La esquina de Don Roque, lugar de múltiples torneos de maquinitas y especiales juegos de horchata y té, se encontraba cerrada, un moño negro encima de la entrada lograba recodarme del enemigo invisible.

El sol ya andaba por las afueras del pueblo en el momento en que llegué a casa. Chocolomo, con su agitada cola y hocico sediento de agua, era el único que me recibió en la entrada. Mis hermanos peleaban por ver quien conseguiría tener la laptop en su dominio de imperio pequeño. Como era el mayor puse el orden imponiéndome como el gran dictador que era, llevándomela a mi cuarto. La discusión acababa ahí. Por otro lado, los abuelos regresaban del Oxxo cercano a ver si podrían conseguir un dinero extra ejerciendo como guardianes del recinto, procurando que solo entrarán tres individuos y no les faltara gel antibacterial. Ya en la cena nos reuníamos a cenar los sándwiches de huevo de mi mamá, uno por cada uno y sin repetición. En ocasiones lo que enviaba mi padre no era suficiente ahora con la pandemia era aún más difícil, mamá no conseguía encontrar alguien que quisiera que le limpiará la casa y el salón de belleza de mi tía recientemente había cerrado ante la falta de clientela. Con lo único bueno que nos quedábamos eran las gallinas del patio, pero si continuábamos así una por una desaparecerían. Antes de dormir el abuelo me preguntaba en susurros si había conseguido algo de PET, mi negativa aguó su humor por el resto de la semana.   

Y así pasaron los días, perdidos entre la nostalgia y la recolección de basura, en el hueco que surgía después de desayunar huevos pasados por agua con calles vacías y sobre todo en el sueño que aparecía cada vez que lograba escribir un reglón. Fue hasta la tercera noche cuando el calor comenzó a convertirse en mi pesadilla y el sudor frio en mi huésped, entre ese cumulo de sensaciones me imaginaba el cuento que se entretejía como telaraña. El relato que se materializaba formando un eco de sensaciones y recuerdos, palabras y oraciones que poseían restos de éxito que como migas de pan atraían a otros seres. Solo hasta que conciliaba el sueño la gran araña, que a veces aparecía en las noches, se acercaba a mi hamaca hasta lograr mostrarse. Una vez cerca ya no era una araña sino miles de pequeñas hormigas cuyo camino recorría metiéndose hasta mis fosas nasales, recorriendo por toda mi faringe hasta llegar a mis pulmones consumiendo mi aliento.

Pronto ya no quise salir. La fecha límite se acercaba y el tiempo me recordaba el desperdicio de oportunidades. Las hormigas siguieron apareciendo en los rincones del hogar; en la mesa de la comida, en los restos de tortilla, en mi ropa, por mi cuerpo…El calor que visitaba mayo se filtraba por la ventana del cuarto y me envolvía asfixiante. Mi familia había comenzado a preocuparse por mí, así que avisaron al chaman del pueblo para que me revisaran. El hombre que se hacía llamar el chamán había llegado al pueblo un día, según de algún lugar de Cancún y era un experto curador de males y limpias. Me había dicho, con un tono que delataba su práctica, que mi aura estaba daña y que era necesario curarme antes de que fuera tarde. Dicha liberación nos costó un huevo de gallina de nuestro patio. Una comida más desperdiciada.

Aquella noche, después de haber renunciado una vez más en continuar escribiendo, el sueño fue diferente. No había araña ni hormigas, sino que me encontraba en el centro del cuarto observando la mesa que había adaptado como mi escritorio. En ella se hallaba un huevo blanco. El mismo en el que me habían frotado para liberarme. Mientras más lo observaba este comenzaba a tener un color marrón como también aumentaba de tamaño. Al acércame noté que el material del cascaron no era común, sino que era una fina capa, como si se tratara de una bolsa hecha de piel, las venas y arterias lograban resaltar a simple vista. No fue hasta que quise tocarla que comenzó a romperse desde adentro. Liberándose de aquella prisión de piel, perforando en ella hasta rasgarla y soltar un líquido transparente como saliva que se impregnaba por toda la habitación. Donde antes se encontraba el huevo ahora estaba frente a mí un ser con una apariencia idéntica a la mía; la misma cara con aquellos ojos negros y brillosos como piedras en el rio, el cuerpo rígido y de una palidez enfermiza. La única diferencia era que la inexistencia de su boca.

Al día siguiente mi salud no mejoró sin embargo el Tulpa, nombre temporal que le dí, se encontraba todavía aquí. Se sentaba en el rincón de mi cuarto a observar lo que ocurría en su alrededor. Mamá constantemente venía a verme, sujetando mis pálidas manos y anidando augurios de mi recuperación, prometiéndome que pronto se resolvería todo. Mi abuelo se aseguraba que estuviera descansando y que no estuviera en la mesa trabajando. “Deja de estar fantaseando, de destruirte”. Ninguno de los dos se daba cuenta de la existencia del otro. Este con sus ojos negros como salamanca solo me miraba, a la espera de algo.

La cabeza me daba vueltas mientras mi respiración jugaba a extinguirse, aun en mi hamaca el calor era sofocante. Solo fue hasta el atardecer que mi fiebre disminuyó y decidí continuar escribiendo. Pero antes de que pudiera acércame a la mesa el Tulpa ya había tomado mi lugar. En sus ojos me vi a mí mismo, advertí el hambre de la atención y las ilusiones. Así fue como comenzó nuestro acuerdo, cada día y noche que pasábamos a solas, las palabras que salía de mi él las encajaba cumpliendo con mi quimera.

No fue hasta un día antes de la fecha límite que noté una diferencia. Me levanté con la sensación de que nuevamente el calor había invadido por completo mi cuerpo volviéndolo frágil, en cualquier momento sentía que me desprendía en pequeños pedazos de cascara de huevo. Él no se encontraba en la esquina que normalmente descansaba sino en la mesa, escribiendo sin que nadie le dictara, con todo el dominio de si mismo. Debajo de su nariz apenas comenzaba a salir una grieta horizontal. Como pude me pare hasta llegar hacia él y evitar que continuara, me maldije por haber bajado mi guardia en aquellos días. Me abalancé, los dos luchábamos por la razón de seguir viviendo, yo por lo último que me quedaba y él por la razón en que fue creado. No tardó mucho en ganarme, rendido en el piso el aire volvía a faltarme, lidiaba por mantenerme consciente, pero sin lograr retener el oxígeno. Un hueco en mi costado se abrió, mi disco germinal y vitelo se escurrían en el piso como agua espesa. Fueron las manos de mi abuelo que me sostuvieron para no hundirme en el pozo de mi derrota.        

Ahora observo la convocatoria en el mural de la biblioteca mientras me subo a la combi. El sol, como aquellos tiempos, es asfixiante. Camisas llenas de manchas húmedas, gotas que resbalaban hasta perderse en los rincones del cuerpo, en verano el acercamiento humano es malestar. El calor ya no me afecta. El sonido del motor avisa el pronto andar de la camioneta. Quizás para la próxima lo consiga. Quizás en los ratos en que no tenga que estar trabajando para mi padre en el hotel ni preocupado por el dinero que le pueda dar a mi familia consiga continuar la historia. La combi avanza hasta dar la vuelta hacia la derecha directo a la carretera, directo al sol que me vio endurecer.  

Comentarios